El anuncio del gobierno de
reducir el número de beneficiarios del Bono Dignidad —hijo putativo del
Bonosol— ha generado preocupación entre la población de la tercera edad. Este
beneficio universal, establecido para mejorar las condiciones de vida de los adultos
mayores, representa un apoyo esencial en un país donde las políticas sociales
hacia este sector han sido casi inexistentes.
El Bonosol, aprobado en 1996
durante el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada y el MNR, fue concebido como
un modelo de redistribución que vinculaba los ingresos de las empresas
capitalizadas con el bienestar de los adultos mayores. Este programa sentó las
bases para el Bono Dignidad, implementado por el MAS en 2007. Sin embargo, el
mismo partido que lo reforzó ahora parece querer destruirlo, utilizando como
excusa la disminución de recursos, aunque el verdadero problema es la mala
gestión, el despilfarro de ingresos públicos y la desinversión en el sector
hidrocarburífero.
En muchas partes del país, la
realidad de los adultos mayores es desgarradora. Miles viven solos, abandonados
por hijos que emigraron a las ciudades o al extranjero. Con problemas de salud
y sin ingresos constantes, muchos enfrentan inviernos envueltos en harapos y
sobreviven con una dieta básica, esperando el Bono Dignidad como su único
ingreso. En Bolivia, más del 40% de los adultos mayores vive en situación de
pobreza, y el bono de 350 bolivianos mensuales (aproximadamente 50 dólares) es
muchas veces lo único que les separa del hambre. Además, solo el 27% de los
adultos mayores cuenta con acceso a un seguro de salud.
El Bono Dignidad, creado mediante
la Ley N· 3791 en 2007, se financia con recursos provenientes de las empresas
capitalizadas y las regalías hidrocarburíferas. Ha sido un alivio significativo
para los adultos mayores, que en su mayoría no tienen acceso a una jubilación
digna ni a servicios sociales adecuados.
Casos como el de los mineros
retirados reflejan esta situación crítica. Tras dedicar sus vidas a la minería,
muchos sufren de silicosis y dependen de tanques de oxígeno alquilados. Sus
pensiones, que en promedio no superan los 1.500 bolivianos mensuales, apenas
alcanzan para cubrir medicamentos, y el Bono Dignidad representa una pequeña
pero vital ayuda.
Esta situación se agrava bajo un
gobierno que ha demostrado poca sensibilidad hacia las necesidades reales de la
gente. El MAS ha priorizado proyectos macroeconómicos y programas populistas
que no benefician a todos los sectores. Las reservas internacionales han caído
a niveles críticos, pasando de 15.000 millones de dólares en 2014 a menos de
2.000 millones en 2024. Este despilfarro financiero deja al Estado sin
capacidad para sostener programas sociales clave.
La tercera edad ha contribuido al
desarrollo del país a lo largo de sus vidas y merece, al menos, un trato digno
en su etapa de mayor vulnerabilidad. Reducir el alcance del bono no solo pone
en riesgo su estabilidad económica, sino también sus vidas mismas.
Si el gobierno busca ahorrar en
tiempos de crisis, el recorte no debe empezar con los más vulnerables. Es
necesario reducir el tamaño de la burocracia estatal, que en Bolivia supera los
600.000 empleados, muchos de ellos designados por afinidad política. Además,
los sueldos del presidente, ministros y altos funcionarios —que oscilan entre
15.000 y 25.000 bolivianos mensuales— deberían ser reducidos
significativamente. Este ajuste no solo aliviaría las finanzas públicas, sino
que demostraría un compromiso real con la austeridad y la equidad.
Hay que exigir una política
pública seria y coherente que priorice a los adultos mayores. Esto implica
proteger y ampliar el Bono Dignidad, pero también implementar reformas estructurales
que aseguren su bienestar. Es necesario un enfoque más amplio que garantice
derechos básicos para los adultos mayores, como sistemas de pensiones
sostenibles, acceso gratuito a medicamentos y programas de apoyo social. Si el
MAS no cumple con este mandato básico de justicia social, su discurso de
inclusión y progreso se consolidará como una fachada vacía, sostenida por un
gobierno que, cada vez más, se asemeja a una camarilla de delincuentes
insensibles al sufrimiento ajeno.
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