A medida que los peores
pronósticos de los economistas comienzan a materializarse, el clima de
agitación social en Bolivia se intensifica. Como si la historia se hubiera
atascado en un bucle, las calles de La Paz vuelven a llenarse de marchas,
bloqueos, huelgas y pedidos de renuncia. El presente recuerda dolorosamente a
los primeros años del siglo XXI, cuando el país oscilaba entre crisis
económicas, fracturas institucionales y estallidos sociales.
Hace 40 años, durante la Unidad
Democrática y Popular (UDP), el matutino Presencia incluía una sección titulada
“Huelgas, paros, marchas, amenazas y ultimátums diversos”, una suerte de parte
diario del caos. Era el registro cotidiano del colapso de la autoridad, del
Estado y de la economía. Hoy, esa sección podría ser replicada en cualquier
medio, con igual o mayor carga de conflictividad.
Veinte años después de la crisis del
derrocamiento del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada en octubre de 2003
—evento bisagra que redefinió el curso del país— Bolivia parece haber
regresado, como en un tablero de juego, al punto de partida. La sensación de
estancamiento estructural es apabullante. Es como en la célebre película, el
“día de la marmota” nacional: la repetición de la misma historia a nivel país.
La oportunidad más concreta y
potencialmente transformadora que tuvo Bolivia para vencer el subdesarrollo
—impulsada por el auge de los precios de las materias primas, y la inmensa
riqueza de gas natural dejada por Sánchez de Lozada, fue desperdiciada con
torpeza y soberbia por el gobierno del MAS y sus seudo ideólogos, encabezados
por Álvaro García Linera. El “proceso de cambio”, en vez de sentar las bases
para una modernización sostenida, optó por el despilfarro y robo populista, la
captura del Estado y la retórica de confrontación permanente.
El crimen más grave fue asfixiar
a la gallina de los huevos de oro: la industria hidrocarburífera, que llegó a
generar más de 5.500 millones de dólares anuales de ingresos para el Estado.
Sin reinversión, con la expulsión de capitales privados, sin incentivos para la
exploración y producción, el sector entró en una lenta pero inexorable
decadencia. Hoy se encuentra en estado de inanición.
A eso se suma la
desinstitucionalización sistemática del país: un proceso mediante el cual se
han vaciado de contenido las instituciones fundamentales del Estado. El sentido
mismo de las palabras ha sido distorsionado; el Estado de derecho ha sido
subordinado a la voluntad política del partido gobernante; el sistema judicial,
colonizado por el poder; y la Asamblea Legislativa, reducida a un espacio de
confrontación estéril y manipulación legislativa. El resultado es una
caricatura de república, una parodia democrática en la que lo anormal se ha
vuelto norma.
El pueblo, que por años consumió sin crítica la narrativa del MAS —mezcla de épica indígena, nacionalismo antiimperialista y promesas de justicia social—, comienza a despertar de su larga siesta ideológica. Lo hace en medio de la escasez, la inflación, el desempleo, el deterioro de los servicios públicos y la ausencia de soluciones reales. La reacción del gobierno no ha sido el reconocimiento de errores ni la formulación de un plan serio de recuperación, sino más bien el refugio en la retórica absurda, el cinismo, el ocultamiento de datos y, en muchos casos, el silencio.
Mientras tanto, las dirigencias
de los “movimientos sociales” —antiguos brazos movilizados del MAS— no han
evolucionado ni en formación ni en estrategia. Frente a una crisis económica
compleja y multicausal, su reacción sigue siendo la de siempre: marchas, paros,
bloqueos y exigencias sin fundamentos técnicos. Se comportan como si la
inflación o la escasez de diésel pudieran resolverse por decreto o con presión
callejera, ignorando las dinámicas globales del mercado y el colapso interno de
la producción.
En este escenario, todo apunta a
un incremento sostenido de la conflictividad. Algunos sectores, con creciente
vehemencia, piden la renuncia del presidente Luis Arce. Sin embargo, esa salida
solo agravaría la crisis. Sería, en términos políticos y constitucionales, una
solución irresponsable. El gobierno debe concluir su mandato y someterse al
veredicto de las urnas en 2025. Faltan apenas cuatro meses para la realización de
elecciones, y lo que corresponde es permitir que el proceso democrático siga su
curso, por imperfecto que sea.
Bolivia no puede seguir
repitiendo la historia como tragedia cíclica. Urge una autocrítica nacional,
una reconstrucción institucional y un nuevo pacto de convivencia que supere la
lógica de la revancha, el clientelismo y la improvisación.