Hasta hace poco estaba de moda el
horripilante y semi diabólico término de “posverdad”, definido como la
“distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con
el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales” o, en otros
términos, la práctica de sostener que la verdad es lo que yo subjetivamente
digo y/o creo que es y no lo que objetivamente es.
Cuatro casos recientes gatillaron
episodios de posverdad e ilustran la
utilización de este reflejo verbal y comportamental. El ciudadano que agredió
verbalmente a una recolectora de tunas, el comunicador que se pronunció por
sostener que el sufragio universal fue un error y un retroceso, una diputada
que, ante acusaciones de un adversario político, lo sindicó de racista,
machista y anti-cruceño, y, por último, el tiktokero Rubén Blanco, que fue
acusado y detenido por haber calificado un baile folclórico de “mugroso”.
La posverdad no está en los
hechos descritos en sí, más bien en la reacción de diferentes personas y
colectivos a ellos. En el primer caso, echando mano de su compulsiva necesidad
de distraer la atención, los personeros del régimen denostaron al ciudadano, lo
lincharon en redes y, al final, lo
condenaron a tres años de cárcel bajo los cargos de racismo, pese a que no se
evidenciaba, en el video que se utilizó como prueba, ni una sola palabra de
racismo. Así, bastó un linchamiento mediático para transformar una falta de
urbanidad en un supuesto crimen de odio, como si se tratara de un supremacista
incitando a la violencia.
En el segundo caso, el Defensor
del Pueblo concluyó de oficio que el comunicador había incurrido en categorías
similares de discriminación y racismo sin que tampoco pudiese sostener aquello
ni por asomo. Es el mismo razonamiento que, llevado al absurdo, permitiría
sostener que quien critique la democracia representativa es un enemigo del
pueblo, o que quien dude de la utilidad de cierto programa estatal está
discriminando a los beneficiarios de este.
La diputada Luisa Nayar, por su
parte, dio de alaridos señalando que su adversario político y tocayo Luis
Vázquez no podía tolerar sus expresiones por ser ella mujer, joven y cruceña,
incurriendo en un comportamiento similar al no bajar a su crítico de viejo,
viejito, tradicional, anciano, etc. Si se aplicara la misma lógica que ella
pretende imponer, su ataque también sería una forma de discriminación por edad,
pero la posverdad siempre juega a favor de quien grita más.
Por último, está el caso del
influencer Rubén Blanco, procesado por el solo hecho de haber mostrado su
antipatía con un grupo de danzarines de carnaval. Aplicando ese criterio,
cualquier crítica artística podría ser sancionada, ya que, siguiendo el razonamiento
del régimen, señalar que una película es mala equivaldría a discriminar a los
actores, o decir que una comida no es de buen sabor implicaría un atentado
contra la identidad culinaria de una región.
Desde el Estado masista se ha
sembrado durante dos décadas el irrespeto a la ley y se ha utilizado la
tergiversación y manipulación a todos los niveles, en un caótico paradigma
donde los sofismas se cruzan a diario con expresiones de cinismo descarado y de
mentiras descomunales. Así, la libertad de expresión es la primera victima pues
la libertad pasa a ser libertinaje.
No es de extrañarse entonces que
las decisiones y reacciones a menudo no solo no respeten el sentido común ni la
verdad jurídica más elemental, sino ni siquiera ya el sentido semántico de las
palabras, sin lo cual se puede afirmar que uno de los pilares de la vida
civilizada está siendo atacado. Si se puede calificar a alguien de racista sin
que exista el menor indicio de ello, también se puede sostener que los
cocaleros del Chapare no son cómplices del narcotráfico a pesar de que un
expresidente puede postular a pesar de existir pruebas de que es un degenerado sexual y político y
de que es moral “robar sin exagerar”. Es el mismo razonamiento por el cual en
otros tiempos se decía que las dictaduras no eran tales si organizaban
elecciones o que la censura no existía si se permitía criticar solo ciertos
aspectos del poder.
Así como el Apocalipsis puede no
estar imaginado con precisión como la recurrencia de desastres físicos como
terremotos e inundaciones, sino más bien como el reino de la impostura y el
cinismo, la imagen bíblica de la Torre de Babel podría quizás ser mejor
entendida como una situación en la que, pese a hablar el mismo idioma, algunas
personas llaman odio al amor, muerte a la vida, honradez al robo, lo que al
final no solo imposibilita la comunicación racional, sino que sencillamente
inviabiliza la vida en común. Es en ese mundo extraño en el que estamos
empezando a habitar, una realidad oscura en la que se necesita más que nunca
recuperar nuestra convicción sobre la primacía de la luz, lo bueno y lo correcto.
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