Como con el abuso de las supuestas causas ´étnicas´, las tomas de posición de algunos ´defensores de los derechos humanos´ ilustran hasta dónde pueden llegar la procacidad y el uso instrumental de cruzadas en apariencia legítimas. La reacción del Gobierno boliviano a las preocupaciones de la Human Rights Foundation sobre la distorsión de la ´justicia comunitaria´, así como los casos de muertes no esclarecidas producto de la violencia estatal, no puede dejar de otra forma sino atónito.
Una organización que cuenta en su directorio a Premios Nobel, así como a diferentes personalidades mundiales sobresalientes, hizo públicas sus investigaciones sobre los linchamientos, y la ausencia de mención a los derechos humanos en el proyecto de Constitución masista, sólo para que el señor Sacha Llorenti espetara, sin tratar uno solo de los casos específicos, que se trata de ´una ONG de derecha porque uno de sus miembros es el hijo de Vargas Llosa´ (SIC), fiel al reflejo primitivo que consiste en no esgrimir argumentos racionales, sino descalificar a quienes los plantean, como si existiesen los derechos humanos en función de las posiciones ideológicas. Una curiosísima y acomodadiza perspectiva, según la cual los derechos de las gentes se definen en función de quien los viola y en la que se enarbola como descalificativo la filiación genealógica de un brillante ensayista e investigador, hijo de una de las grandes figuras de la literatura universal.
Hasta hace dos años, el señor Llorenti no se perdía ninguna aparición pública para denunciar sin ninguna clemencia por la objetividad, cuanto caso de aparente violación de los derechos humanos, siempre y cuando —está claro ahora—, le sirviera a sus fines políticos. Hoy, el viceministro de ´coordinación con movimientos sociales´, léase organizador de turbas y acciones de hecho, opera como detractor de quienes defienden los mismos derechos, encontrando mil vericuetos conceptuales y factuales para justificar muertos, heridos, linchados y acciones represivas en diferentes circunstancias, apelando con facilidad a categorías que antes ignoraba, como la ´agresión en contra de los policías´, la ´voluntad de sembrar muertos´, ´balas perdidas´ y ´la necesidad de respetar el orden público´, entre otras.
Dicha transformación confirma la prevalencia de hipocresía y ambigüedad en el escenario político boliviano, aspecto en el que está lejos de haber ocurrido algún cambio. Ya que, como lo señala H.C.F. Mansilla, éste es un espacio poblado por noveles ´actores políticos que no tienen inconveniente elogiar el cinismo, celebrar el \'todo vale\', postular la separación entre política y moral, equipar el talento con la astucia y otras lindezas que asociadas con las modas intelectuales, han preparado el actual clima de laxitud ética, irresponsabilidad colectiva y resentimientos que caracteriza nuestra cultura socio-política´.
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