Al analizar lo sucedido en Achacachi, resulta difícil determinar si los hechos en sí entran en la categoría de bestialidad incomparable ya que existen abundantes antecedentes en la región que incluyen la antropofagia colectiva, o si en realidad las reacciones son las que merecen un prioritario análisis sicosocial, y siquiátrico.
En cualquier sociedad contemporánea, incluyendo las dominadas por radicalismos islámicos, estos hechos hubiesen merecido un rechazo unánime, total, sin discusión ni matiz. En cualquier sociedad civilizada, hasta el más elemental de los ciudadanos sabe que el trato cruel no sólo está prohibido por la Declaración Universal de los Derechos Humanos sino que los acusados tienen derecho a la defensa y a un proceso.
La visualización de actos de esta índole hace en teoría sufrir a seres no esquizofrénicos, siendo la característica de estos últimos cabalmente la inhabilidad de distinguir entre el bien y el mal, no por razones éticas sino físico cognitivas. Esto nos distingue de los animales porque, gobernados por el instinto de creación y la facultad de raciocinio y emoción, los seres humanos pueden percibir el dolor ajeno, cosa que no está probado que los animales puedan experimentar, dominados como están por el instinto de repetición. Esta facultad de sensibilidad racional es, además culturalmente, un espacio en el que teóricamente se juntan desde izquierdistas hasta católicos, pasando por liberales, humanistas y evangélicos, hombres y mujeres todos de acuerdo en la necesidad de censurar la crueldad.
Pero luego del apocalíptico espectáculo realizado delante de todos los niños de un pueblo y la pasividad del ejército allí acantonado, presumiblemente instruida desde el Ejecutivo, y ante la abrumadora evidencia, la “Ministra de Justicia” ofrecía “investigar a los ladrones”, la señora A. Pando se refería a las víctimas como “ningunos angelitos”, el señor Gamarra calificaba como “compañeros” a los cobardes asesinos, el Viceministro de Justicia Comunitaria aclaraba que no es la justicia de su despacho pese a que investigaciones sugieren lo contrario, y el abogado Rogelio Mayta justificaba muy orondo los alevosos crímenes opinando que “la justicia no hace justicia” por lo que se entienden estos casos.
Estas justificaciones, y el infinito silencio del Presidente y del Vicepresidente, ni siquiera un esbozo vago de política pública, amén de deshonrosas para la condición de autoridades y de bolivianos, constituyen objetivamente actos de autoincriminación culposa, de alevosía y complicidad en relación con eventuales futuros linchamientos. Desafiando las reglas médicas, éticas, culturales y la ya anotada distinción, estos casos deben ser, presumiblemente, las excepciones que confirman la regla.
En todas estas tomas de posición culposas, moral, política y jurídicamente, ni una palabra de conmiseración ante el medieval sufrimiento. Sólo una sistemática reiteración de los antecedentes y supuestos delitos, lo que a efectos penales y morales es absoluta y totalmente irrelevante. Las víctimas pueden haber sido la reencarnación de Herodes o unos ladrones consuetudinarios; es cabalmente la forma en que lidiamos con ellos lo que nos distingue como humanos y civilizados de los delincuentes, de las bestias y de los pueblos enfermos.
En cualquier sociedad contemporánea, incluyendo las dominadas por radicalismos islámicos, estos hechos hubiesen merecido un rechazo unánime, total, sin discusión ni matiz. En cualquier sociedad civilizada, hasta el más elemental de los ciudadanos sabe que el trato cruel no sólo está prohibido por la Declaración Universal de los Derechos Humanos sino que los acusados tienen derecho a la defensa y a un proceso.
La visualización de actos de esta índole hace en teoría sufrir a seres no esquizofrénicos, siendo la característica de estos últimos cabalmente la inhabilidad de distinguir entre el bien y el mal, no por razones éticas sino físico cognitivas. Esto nos distingue de los animales porque, gobernados por el instinto de creación y la facultad de raciocinio y emoción, los seres humanos pueden percibir el dolor ajeno, cosa que no está probado que los animales puedan experimentar, dominados como están por el instinto de repetición. Esta facultad de sensibilidad racional es, además culturalmente, un espacio en el que teóricamente se juntan desde izquierdistas hasta católicos, pasando por liberales, humanistas y evangélicos, hombres y mujeres todos de acuerdo en la necesidad de censurar la crueldad.
Pero luego del apocalíptico espectáculo realizado delante de todos los niños de un pueblo y la pasividad del ejército allí acantonado, presumiblemente instruida desde el Ejecutivo, y ante la abrumadora evidencia, la “Ministra de Justicia” ofrecía “investigar a los ladrones”, la señora A. Pando se refería a las víctimas como “ningunos angelitos”, el señor Gamarra calificaba como “compañeros” a los cobardes asesinos, el Viceministro de Justicia Comunitaria aclaraba que no es la justicia de su despacho pese a que investigaciones sugieren lo contrario, y el abogado Rogelio Mayta justificaba muy orondo los alevosos crímenes opinando que “la justicia no hace justicia” por lo que se entienden estos casos.
Estas justificaciones, y el infinito silencio del Presidente y del Vicepresidente, ni siquiera un esbozo vago de política pública, amén de deshonrosas para la condición de autoridades y de bolivianos, constituyen objetivamente actos de autoincriminación culposa, de alevosía y complicidad en relación con eventuales futuros linchamientos. Desafiando las reglas médicas, éticas, culturales y la ya anotada distinción, estos casos deben ser, presumiblemente, las excepciones que confirman la regla.
En todas estas tomas de posición culposas, moral, política y jurídicamente, ni una palabra de conmiseración ante el medieval sufrimiento. Sólo una sistemática reiteración de los antecedentes y supuestos delitos, lo que a efectos penales y morales es absoluta y totalmente irrelevante. Las víctimas pueden haber sido la reencarnación de Herodes o unos ladrones consuetudinarios; es cabalmente la forma en que lidiamos con ellos lo que nos distingue como humanos y civilizados de los delincuentes, de las bestias y de los pueblos enfermos.